Un hombre tenía una piedra
y en ella estaba sentado,
era un sujeto ambicioso
y se diría que reservado.
Y el hombre tenía su piedra
y era suya y nada más...
-que se consigan su propia piedra
todos los demás.
Dijo y volteó para atrás.
Este hombre se había
pasado tardes enteras
sentado en el lomo de la piedra.
Una piedra grande y vieja
que hace mucho mucho tiempo
había ocupado un alto sitio,
abarcando una amplia zona
donde todo era bonito.
Y el hombre
decía que suyo era
lo que se había encontrado,
y lo protegía y guardaba
más tiempo del necesario.
Pero a cambio bien valía
sacrificar comodidad,
por el indeseable gusto
de guardar su propiedad.
Pasó el tiempo, algunos años,
y el hombre seguía sentado
algo aburrido, pero firme.
-que se me tuerza la espalda
si me levanto para irme.
Dijo y continuó sentado
mucho más tiempo
de lo que he tardado yo
en contarlo, ¡sí!
Hasta que se le torció
la espalda de tal manera,
que aún no he visto en la ladera
rama más torcida y chueca,
como la espina dorsal
de ese tal cabeza hueca.
-Que venga el diablo por mí,
si me paro yo de aquí.
Dijo y se quedó sentado
más tiempo del que pasó,
en lo que cuento
la historia de este hombre,
si la memoria no me falla.
Y ocurrió,
que pasó un día tanto tiempo,
que de viejo se murió.
Y además, murió contento
pues según su entendimiento,
fue cumpliendo su deber
como se vio envejecer.
La piedra sigue en su sitio,
y muchos hombres han pasado,
hijos todos de aquel hombre
que les heredó el mandado.
Por esto, quise contar
lo que a la piedra sucedió,
y si mal no me recuerdo
más o menos supe yo...
Que a la piedra llegó un hombre,
le tuvo un rato sentado
sobre de su gris espalda.
Se hizo viejo y jorobado,
y se murió después de un tiempo;
poco tiempo, nunca tanto
como el tiempo que la piedra
en ese sitio había ocupado.
La piedra, se estuvo riendo;
la piedra, estaría pensando...
en los hombres, animales,
que graciosos los humanos,
estos hombres guardan cosas
todo el tiempo, que ocupados.