Venid amigos y reuníos a mi alrededor,
os contaré una historia
de cuando las minas rebosaban de rojo metal.
Pero las ventanas tapadas con cartón
y los viejos de los bancos
te dicen ahora que la ciudad entera está vacía.
En el lugar más al norte de la ciudad
crecieron mis hijos
pero yo crecí en el otro lado.
En las cortas horas de mi juventud
mi madre enfermó
y fui criada por mi hermano.
El mineral fluía a chorros
mientras los años pasaban ante mi puerta
y los rieles y las palas estaban
en constante movimiento.
Hasta que un día mi hermano
no regresó a casa,
como le ocurrió a mi padre antes.
Esperé un largo invierno
observando desde la ventana.
Mis amigos no pudieron ser más amables.
Y mi escolarización fue cortada
porque me fui en primavera
para casarme con John Thomas, un minero.
Los años pasaron de nuevo
y todo marchó bien,
con el puchero lleno en cada estación.
Ya con tres hijos,
el trabajo fue reducido
sin razón alguna, a media jornada.
No mucho más tarde el pozo fue cerrado
y escaseó aún más el trabajo
y el fuego en el aire se sintió helar,
hasta que un hombre vino a decirnos
que en una semana
el pozo número once cerraba.
Se quejaban en el Este
de que pagaban demasiado.
Dijeron que no era rentable extraer el mineral,
que era mucho más barato allá abajo,
en las ciudades de Sudamérica,
donde los mineros trabajan casi por nada.
Así que, las minas cerraron
y el rojo metal se corrompió,
y la habitación se cargaba de olor a alcohol.
Donde la triste y silenciosa canción
hace el tiempo doblemente largo
mientras esperaba que el sol se pusiera.
Yo vivía pegada a la ventana
mientras él hablaba consigo mismo,
se establecía un silencio de palabras.
Al despertar una mañana
encontré la cama vacía,
y quedé sola con mis tres hijos.
El verano se ha ido,
la tierra se vuelve fría,
los almacenes cierran uno tras otro.
Mis hijos se irán
tan pronto empiecen a crecer.
Aquí no hay nada que pueda retenerles.